De barrio a botín: la rapiña inmobiliaria disfrazada de progreso

by Editorial

La gentrificación es ese fenómeno mágico en el que un barrio que durante décadas fue invisible para el gobierno… sin pavimento, sin luz decente y con más baches que la carrera política de ciertos expresidentes de cuyo nombre no quiero acordarme… de pronto se vuelve “la nueva joya urbana”. Basta que una horda de creativos con tote bags y bicicletas vintage descubra que la colonia “tiene onda” para que empiece el desfile de cafeterías con nombres en francés, tiendas de plantas carísimas y coctelerías donde un gin tonic cuesta lo que antes la renta mensual.

A quienes crecieron ahí, la gentrificación les promete progreso, pero en realidad les entrega una cuenta impagable y un amable: “gracias por participar”. La abuelita que vendía quesadillas en la esquina ahora ve cómo su local es transformado en un brunch spot con lámparas industriales y “concepto pet friendly”. Porque claro, el progreso llega… pero no para ellos.

Pros? Sí, los hay. Las calles se iluminan (al fin), el transporte mejora (por arte de magia) y las patrullas empiezan a pasar con una frecuencia que antes era exclusiva de las zonas fifí. También se reactivan negocios: nuevas galerías, restaurantes, coworkings… aunque los empleos que generan suelen ser para baristas y meseros a los que no les alcanza para vivir en el mismo barrio donde trabajan.

Contras? Todos los demás. Las rentas se disparan como si fueran acciones de Tesla en pleno hype, los vecinos de toda la vida se ven obligados a migrar a zonas periféricas y la esencia cultural se diluye hasta quedar en un mural de Frida Kahlo con lentes de sol. Es la colonización versión siglo XXI: sin barcos ni armaduras, pero con mochilas Fjällräven y cámaras de 12 megapíxeles.

La gentrificación es como invitar a un huésped a tu casa para que te ayude a remodelarla y, cuando menos lo esperas, te pone la cuenta del Airbnb sobre la mesa… con tu nombre tachado.

Porque sí, transformar barrios es inevitable en ciudades vivas. Pero que ese cambio expulse a quienes los hicieron vibrantes en primer lugar es como pedirle al mariachi que se calle para que suene Spotify en la fiesta.

La única forma de que la gentrificación no se convierta en un desfile de expulsados es meterle bisturí al sistema: regulación de rentas para evitar que los dueños se conviertan en brokers de Airbnb, impuestos altísimos a las propiedades vacías (sí, esos departamentos de “inversión” que se llenan solo en diciembre) y cuotas obligatorias para que los nuevos desarrollos incluyan vivienda accesible para los habitantes originales. Muy socialista para tu brunch de $400? Pues ni modo: el mercado por sí solo jamás va a proteger a los vecinos que viven al día.

También urge prohibir los cambios de uso de suelo como si fueran fichas de Monopoly. Porque cuando en un año la mitad de las tienditas de la colonia se vuelven concept stores de velas de soya y kombucha, algo está muy mal.

Y, por último, un poquito de honestidad: si vas a mudarte a un barrio popular porque “te encanta lo auténtico”, mínimo involúcrate en la comunidad. No seas el invasor pretensioso con máscara de salvador; apoya a las fondas, a los talleres de barrio y a las tradiciones locales en vez de instalar otro maldito café minimalista con letrero en neón.

Si no hay una política clara, la gentrificación seguirá siendo lo mismo: una piñata que solo rompe dulces para los nuevos vecinos mientras los de toda la vida se quedan recogiendo los palos rotos.

Just saying…

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