Por Kary Fernández
Ser mujer exitosa en este siglo XXI es como inscribirte en una maratón eterna: los kilómetros nunca terminan, los zapatos se desgastan, y aun así sonríes con los labios pintados y la melena en orden, como si no pasara nada. Porque claro, el éxito femenino no solo se mide en títulos, negocios, proyectos cerrados o agendas llenas de nombres importantes. También se mide … y aquí empieza el infierno, en tu capacidad de controlar tu peso, tus hormonas y de paso mantener una pareja que valga la pena. Tres guerras al mismo tiempo, y cada una reclama su propia medalla olímpica. (No, hoy no hablaré de los hijos para incluir a las que no los tienen).
Primero, el peso. Esa maldita palabra que decide si te sientes diosa de portada o ballena encallada. Ser exitosa implica que tu imagen se vuelve parte de tu tarjeta de presentación. No basta con que seas brillante, estratega, culta y capaz de sostener reuniones con políticos, empresarios y filántropos; si tu vestido aprieta un centímetro de más, ya habrá quien lo note antes que tus logros. El patriarcado y la sociedad, con su bisturí en forma de mirada crítica, han hecho que la báscula pese más que los contratos millonarios. Así que ahí estás, persiguiendo la dieta de moda, el ayuno intermitente, el jugo verde, el gimnasio al amanecer… todo mientras revisas mails y cierras tratos desde la caminadora. Porque una mujer exitosa no puede darse el lujo de un botón que no cierre: el mundo entero lo recordaría.
Segundo campo de batalla: las hormonas. Ese carnaval biológico que decide si un día eres Beyoncé y al siguiente un dragón escupefuego. Nadie habla lo suficiente de lo que implica intentar dirigir empresas, inspirar equipos, mantener discursos brillantes y al mismo tiempo pelear contra tus propios ciclos internos. Sí, los estrógenos, la progesterona, la tiroides rebelde y hasta la famosa menopausia, que llega como la suegra que nadie invitó pero se instala en tu sala. La estabilidad emocional es un lujo cuando tus hormonas deciden sabotearte. Pero claro, nadie te lo perdona: no importa si tienes cólicos, sudores nocturnos o una montaña rusa en tu cabeza, la junta de las 9:00 sigue en pie y tu sonrisa también. Ser mujer exitosa implica convertirte en química, en psiquiatra y en equilibrista hormonal de tiempo completo.
Y como si no bastara con la balanza y la bioquímica, llega la tercera batalla: encontrar y mantener una vida en pareja que valga la pena. Aquí, queridas, es donde la cosa se pone peor que cualquier junta con banqueros. Porque ser mujer poderosa espanta a los mediocres, intimida a los inseguros y aburre a los conformistas. El hombre promedio todavía no entiende que tu brillo no le resta, sino que le suma. La mayoría quiere una Barbie decorativa, no una CEO con opiniones. Entonces, cuando por fin aparece alguien que no le teme a tu éxito, descubres que el reto no es conquistarlo: es que tenga la suficiente consistencia emocional para quedarse.
Y es que, una mujer exitosa ya no tiene tiempo de “andar educando” proyectos de hombre. Ni para tolerar celos disfrazados de amor ni inseguridades travestidas de masculinidad. Una pareja que valga la pena en este nivel de vida tiene que ser más rara que un eclipse doble: alguien con la seguridad suficiente para admirarte sin competir, con la ternura para sostenerte cuando todo arde, y con la inteligencia para saber que compartir la vida contigo es un privilegio, no una amenaza.
Así que sí, ser mujer exitosa es hermoso, pero es brutal. Es vivir entre tres fuegos: el peso que nunca está en paz, las hormonas que te sabotean como villanas internas, y la eterna búsqueda de un compañero que no se sienta castrado por tu brillo. Y aun así, aquí estamos: cerrando negocios, liderando causas, haciendo historia. Aunque la báscula nos odie, las hormonas nos traicionen y los hombres adecuados escaseen. Porque al final, lo difícil no nos frena; nos afila, nos pule. Y esa, queridas, es nuestra verdadera medalla de oro. Resilencia que le llaman …
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